De Bodas y Vampiros. El Cocinero Suicida.

El plato que me sirvieron estaba bien cargado de hemoglobina. Mientras pinchaba el medallón de solomillo empuñando el cuchillo como un matarife, preparado para rematar al animal si mugía y echaba a correr buscando retornar de nuevo su pradería, observé la cara de mis compañeros de mesa.
Recién llegados de Etiopía, comían a dos carrillos; como ovejas que evitan balar temiendo perder bocado. Para mi sorpresa, a ninguno de ellos le preocupaba lo más mínimo el charcazo de sangre que gota a gota se amontonaba en el fondo del plato, formando un desagradable cuadro al mezclarse con el aliño de la ensalada. Yo, que temo tanto a ver a la familia denigrándose al compás del Paquíto Chocolatero, como al filete crudo; ya había comenzado a lamentar no haberme dedicado a perseguir las bandejas de entrantes como un Vulturis a un congénere que hubiera puesto al descubierto su identidad vampírica.
Soy consciente de que hay cosas que no son compatibles, por ejemplo la multitud y comer bien. Y para comer, más de diez son multitud, por tanto, todo lo que te den y supere la categoría de bazofia ha de darse por correcto.
Para mi desgracia, servir como plato principal el solomillo vampírico al estilo “crepúsculo” se ha convertido en el no va más de los banquetes de boda. La nueva ola de la gastronomía, hasta ahora constreñida a contados restaurantes alto copete, de los que pelean por una estrella Michelín, ha llegado a los salones de bodas.
Restaurantes de categoría, y hasta con renombre en lo suyo, acostumbrados a preparar magníficos asados de cordero, generosos platos de marisco fresco, honrosísimos pescados a la plancha y abundantes raciones de entremeses fríos y calientes, intentan, en gran mayoría con pobres resultados, convertirse por arte de birlibirloque en restaurantes de lujo, selectos, tipo El Bulli; exponentes de la nouvelle cuisine provinciana. Amigos, un plato cuadrado y una reducción de vinagre de Módena no te dan una estrella Michelin. Más bien al contrario. Un querer y no poder que suele resultar de lo más cómico.
Las bodas, a excepción de la tuya y la mía, claro está, no son más que la manifestación más absurda de la ostentación. Una especie de “postureo”, pero que viene de antiguo. Herencia de nuestros abuelos, que se vestían de bonito para ir los domingos a misa y cuando llegaba el día del patrón tiraban la casa por la ventana en forma de trajes recién planchados, horquillas, mantillas y peinetas.
Ahora, que pisamos la iglesia cada 15 años aproximádamente (en el bautizo, la comunión y la boda), hay que comprimir el gasto en estos tres días señalados, elevándolo a la octava potencia.
Aunque pasen cien años la boda seguirá siendo el no va más de la pompa y el boato. El ser humano tiene registrado en el ADN de cada una de sus gotas de sangre su gusto por el pavoneo, por presumir y enseñar lo que se tiene y en la mayoría de las casos lo que no. La boda, mal que nos pese, sigue siendo la manifestación más absurda de ostentación de “belleza, buen gusto y pasta”. Si hay alguien ahí arriba se tiene que estar tronchando.
Amigos, no caigamos en el absurdo, dejemos la sangre para los Cullen y demás vampiros con cara de paleta de playa y mirada lánguida, y ya que las bodas no dejan de ser una tradición legada de antiguo disfrutemos también de ellas. No tratemos de convertirlas en lo que no son, tratemos de que sigan siendo una oda a los embuches desmedidos, esos que harían llenar la andorga al mismísimo Pantagruel, que sigan siendo el sueño de cualquier tragaldabas.
A veces lo sencillo resulta lo más apropiado y todavía no he encontrado persona capaz de rebatirme que un trozo de tarta partido a espada, un chupito de orujo de hierbas y un habano cohiba del calibre 57 es el colofón más apropiado para la mejor de las bodas.






Guardad las palomitas, que cualquier otro día sigo con mis películas.
   -EL COCINERO SUICIDA.

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