El Cocinero Suicida: El Cine, Soy Leyenda


 Olisqueé la sala en cuanto me senté, no había demasiada gente. Veintiocho cubos de palomitas saladas y seis dulces, ocho chocolatinas, una bolsa de fritos, otra de patatas al jamón, dos bolsitas de gominolas variadas y un Maicito. El Maicito está cerca, pero no localizo a su dueño; elevo la nariz hacia lo alto, cierro los ojos. No me cuesta concentrarme, mi sentido del olfato viaja hasta la parte posterior de la butaca, hacia la ranura que une respaldo y asiento. <<Ahí estás compañero, tan cerca y a la vez tan lejos.>> Cuando todo el cine gritaba “hay” yo gritaba “huy”, cada vez que los zombis infectados estaban a punto de zamparse a Will Smith me costaba trabajo mantenerme sentado en la butaca y no levantarme gritando gol.
Comprendía tan bien a aquellos zombis que hasta me daba miedo el nivel de empatía que tenía con ellos. Los comprendía a la perfección, al igual que yo tenían hambre. -Echarles un pollo hombre, no seáis crueles –pensaba para mis adentros. –Egoístas, hay comida para todos; tirarles un salchichón y veréis como con el estómago relleno se quedan tan tranquilos.

Ya habían pasado cuatro semanas desde que mi barriga había tenido su encontronazo con una bata blanca y un estetoscopio. El Cocinero Suicida luchó a brazo partido, pero el doctor armado con una dialéctica cargada de amenazas veladas (susto-pocho-muerte) ganó la batalla. Dieta de 1800 calorías.

Gracias a la dieta adquirí súper poderes. Un olfato “vitaminado y supermineralizado” que me permitía andar por la calle siguiendo el lejano rastro de un cocido o contar las patatas fritas abandonadas bajo el asiento del coche.

A medida que mi dieta mutaba hacia el verde de las ensaladas y los purés, mi estado de ánimo fue cambiando de la euforia triunfadora de los primeros días al odio general a todas los “batas blancas” que me acompañó las tres semanas siguientes. A partir de entonces entré en una etapa de resignación que se alargó durante meses.
Pagué cada quilo de peso bajado con al menos quilo y medio de hambre. Está claro que la cosa no estuvo equilibrada.
Para evitar la recurrente tentación de caer en la ingesta masiva de cualquier alimento procuré tener la nevera vacía y salir de casa para olvidar mi condena.
Cuando mi novia me llevó al cine, perdimos unos minutos observando los posters de la cartelera tratando de llegar a un acuerdo que nos permitiera ver una película satisfactoria para ambas partes. Cuando pude separar los ojos del gigantesco cartel rojo y amarillo del Mc Donals y centrarme en la cartelera tenía tanta hambre que me temblaba el pulso. Señalé los carteles uno por uno hasta detenerme ante el quinto. Will Smith vagaba, acompañado de un perro, por las ruinas de Manhattan; alcé la vista, sobreimpresionado en enormes caracteres blancos estaba el título. –Decidido -le dije a mi novia. -Quiero ver: “Soy Merienda”
En esta película fui con los malos, nada de héroes de leyenda. Pasé cada fotograma de la película esperando a que los zombis dieran cuenta de las carnes morenas del protagonista y no dejaran ni los huesos.
La chica de al lado no dejaba de subir y bajar el brazo en un movimiento repetitivo y mecánico, como una grúa de construcción. Cubo de palomitas, arriba, boca, abajo, cubo de palomitas, arriba…. Igual que una pala excavadora.
Se percató de mi mirada histérica y disimuladamente cambió su cubo de palomitas de la izquierda de su butaca a la derecha, como un niño escondiendo las chuches ante el matón de la clase. <<No temas por las palomitas -pensé- teme por el brazo…>>
 




Guardad las palomitas, que cualquier otro día sigo con mis películas.
   -EL COCINERO SUICIDA.

Comentarios